Las campañas electorales son momentos privilegiados para el análisis y la discusión de los proyectos y programas que los partidos trasladan a la sociedad con el propósito de generar adhesiones y obtener los votos necesarios para llevarlos a la práctica. Por eso, es de la mayor importancia que aquéllos expresen con claridad los compromisos que asumen y que se produzca la máxima participación social en el debate.
Uno de los aspectos más relevantes de la política general, entendida como diseño y gestión de los asuntos comunes, es, sin duda, la política criminal, en tanto que conjunto de medidas de los poderes públicos dirigidas a prevenir y dar respuesta a un fenómeno tan multifacético como es la delincuencia. Los firmantes, tan preocupados por ésta como por la calidad de la respuesta institucional que suscita desde hace años, en las actuales circunstancias, cuando se prodigan propuestas y compromisos al respecto, queremos urgir a la reflexión sobre la cuestión criminal, haciendo públicas las siguientes consideraciones:
1. Al afrontar los problemas de la delincuencia, hay que evaluar, en primer término, el campo y el alcance de las desviaciones, por medio de análisis y estudios estadísticos serios y objetivos, a cargo de equipos multidisciplinares. Los datos resultantes deben trasladarse a la opinión pública, ya que, en democracia, la voluntad popular sólo puede conformarse adecuadamente a partir del conocimiento que hace posible una información rigurosa (artículo 6 CE). Desde esta perspectiva es preciso denunciar la utilización en la materia de procedimientos sesgados, de técnicas propagandísticas dirigidas a deformar la percepción social del riesgo generado por alguna clase de delincuencia y a crear un injustificado clima de alarma, buscando rentabilizarlo en las urnas. Tal es, sin duda, el efecto perseguido al tratar de persuadir a la ciudadanía de que existe un grave problema de delincuencia en la franja de edad comprendida entre los 12 y 14 años, o de que delincuencia e inmigración son un binomio inseparable. En ambos casos se trata de afirmaciones alarmistas carentes de base empírica y, por tanto, del más mínimo rigor.
2. Una vez identificado el fenómeno desviado al que habría que hacer frente, deberá seleccionarse el instrumento idóneo. Para este fin la política criminal ofrece un amplio abanico de opciones de muy diversa índole: social, educativa, económica y, también, jurídica. En este contexto, el recurso al derecho penal es sólo una de las técnicas disponibles, pero no la única. Y, por su peculiar naturaleza, es precisamente un medio del que debe hacerse un uso en última instancia y presidido por la moderación. Además, en este punto, o
cabe soslayar que España es uno de los países de la Unión Europea con menor tasa de delitos, pero con uno de los índices más altos de personas privadas de libertad.
3. Poniendo en circulación la falsa idea de que el problema de la delincuencia tiene un origen legislativo, en la supuesta debilidad de la respuesta penal, se busca inducir en la opinión una sensación de inseguridad y la consiguiente demanda de endurecimiento de las penas previstas para algunos delitos. Desde la Ilustración, hay un pensamiento que vertebra el modelo de intervención penal de inspiración democrática: no es la agravación de las penas, sino la eficacia de la persecución penal, no es la duración de aquéllas, sino la alta probabilidad de que, cometido un delito, se producirá la condena del responsable en términos de racionalidad y proporcionalidad, lo que de verdad puede disuadir al delincuente. Es por lo que las políticas criminales rigurosas pasan por dotar a la justicia penal de garantías jurídicas y medios suficientes para cumplir sus fines constitucionales. Mientras las que se traducen en propuestas hipercriminalizadoras, regularmente acompañadas de la renuncia a la mejora del sistema penal, encierran un grave contrasentido, que las deslegitima de la manera más radical.
4. Antes de recurrir a la revisión legislativa, habría que analizar con rigor técnico-jurídico y criminológico la legalidad vigente, para objetivar y hacer públicas las eventuales deficiencias, con objeto de propiciar un debate al respecto. El Código Penal de 1995, y la Ley de Menores de 2000 aún no han alcanzado su mayoría de edad. Así las cosas, someter a ambos textos, como está sucediendo de manera reiterada, a continuas reformas sin justificar (probablemente por injustificables); sin apoyo en análisis estadísticos fiables que den razón de las necesidades de cambio; sin explicar en qué fallaron los preceptos a derogar; y, sobre todo, sin dar cuenta del alcance real, es decir, en términos prácticos, de la modificación: es sólo un signo claro de irracionalidad política.
5. De estimarse pertinente una reforma legal, no hay duda de que la Constitución es el marco normativo ineludible en el que la misma tendría que producirse. Como tampoco que, aceptado un modelo constitucional, no es lícito operar fuera de los principios que lo estructuran. Sería posible cuestionar el sistema y proponer otro alternativo; pero resulta del todo incoherente proclamar su aceptación y quebrantar al mismo tiempo sus principios. La Constitución es el vigente común denominador jurídico-político. Los principios y valores que consagra, son el horizonte en el que ha de moverse cualquier iniciativa de esa naturaleza, so pena de radical ilicitud.
El artículo 10.1 de la Constitución recuerda que la dignidad de la persona es el fundamento del orden político y de la paz social. La imposición de una sanción penal exige, al menos, que la persona a la que se trataría de castigar goce de un grado de madurez psíquico-intelectual que le permita comprender el alcance de la norma eventualmente infringida y el sentido de la sanción. De no ser así, se desconocería la dignidad del imputado, reducido a simple instrumento de una concepción securitaria de las relaciones entre estado y ciudadano, y se degradaría la calidad de nuestra vida civil como sociedad. Por eso, postular la reforma de las leyes para que los menores de 14 años de edad puedan ser sancionados penalmente, es una propuesta envilecedora que nos sitúa al margen del aludido patrimonio constitucional. Es sólo el reconocimiento, cínicamente encubierto, de que no se está en disposición de desarrollar las políticas públicas idóneas para preservar y proteger el libre y digno desarrollo de la personalidad de los niños, por naturaleza, los sujetos más débiles. 6. Por otra parte, hay que recordar que el artículo 25.2 de la Constitución impone que las penas privativas de libertad se orienten a la reeducación y la reinserción social. Siendo así, pretender la reforma de las leyes penales para exigir el cumplimiento íntegro de las penas por determinados delitos, no apunta, precisamente, en esa dirección, sino hacia el inconstitucional reforzamiento de la exclusión social de los afectados.
Es políticamente deshonesto introducir en el debate público ideas inconciliables con la Constitución; y más aún hacerlo con ocultación de este dato. Dignidad, proporcionalidad y reinserción son valores constitucionales, centrales de nuestro sistema penal. Si se pretende reducir o excepcionar su vigencia, tendría que justificarse esta opción como tal, asumiendo el coste que lleve consigo. No hacerlo así, ocultando a los destinatarios de la misma su verdadero carácter, es defraudar a la ciudadanía y enlodar el debate democrático.
Todo lo anterior nos lleva a los firmantes, profesionales del derecho comprometidos con la realidad y con los valores constitucionales:
A reclamar seriedad, equilibrio y racionalidad en el debate público sobre política criminal.
A llamar la atención sobre el hecho de que en los últimos años, y desde todos los campos sectores políticos, se han dado pasos firmes ya irreversibles, en la pendiente resbaladiza de la respuesta penal simbólica y propagandística.
A levantar nuestra voz contra semejantes expresiones de irracionalidad.
Porque consideramos irracional:
– usar la política penal como única ratio;
– hacer propuestas legislativas con desconocimiento del objeto de regulación;
– sostener que el endurecimiento de las penas basta para reducir los índices de delincuencia;
– presentar a los menores y a los inmigrantes como fáciles chivos expiatorios, para concentrar sobre ellos el rechazo social;
– reformar compulsivamente las leyes sin una previa evaluación de las posibles deficiencias de la legislación derogada y de la verdadera eficacia de la que se promueve;
– y, desde luego, postular reformas legales al margen e incluso en contra de la Constitución.
No podemos aceptar que se den pasos atrás en el largo camino recorrido con tanto esfuerzo para tratar de conseguir un sistema de
intervención penal basado en la humanidad, en la reinserción, en la culpabilidad y en la proporcionalidad; máxime cuando, además, el ideal constitucional sigue estando todavía tan lejos.
Creemos pertinente recordar, por su incuestionable vigencia, lo que, hace dos siglos, Filangieri definió como objetivo irrenunciable para la mejora social: la superación de un sistema punitivo confesional en las prohibiciones, feroz en los castigos, vejatorio en las imputaciones, arbitrario en las decisiones.