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Por Manuel-Jesús Dolz Lago. Fiscal del Tribunal Supremo

 

De las ciudades quedará sólo el viento que pasaba por ellas/(.) Sabemos que estamos de paso/ y que nada importante vendrá después de nosotros»
(«Balada del pobre Bertolt Brecht», Bertolt Brecht.1921)

La memoria individual es selectiva según las vivencias. Me acuerdo de mis padres y débilmente de mis abuelos. No conocí a mis bisabuelos ni, como es lógico, tampoco a mis tatarabuelos. De forma que, en el mejor de los casos, mi memoria familiar se limita sólo a dos generaciones, la de mis padres y la de mis abuelos. Mis hijos, seguramente, se acordaran de sus padres y de sus abuelos, no conocieron a mis abuelos, que eran sus bisabuelos ni tampoco a mis bisabuelos, que eran sus tatarabuelos. En mi casa, tengo un retrato de mi bisabuelo materno, el padre de mi abuela materna y tatarabuelo de mis hijos y, al margen de su imagen, no sé cómo era, sólo nos queda su representación. La memoria colectiva se extiende al origen de los tiempos.

De eso se encargan los historiadores, que nos relatan el pasado mediante la interpretación de lo que sólo son representaciones. El testimonio directo es más difícil. Sé quién era mi tatarabuelo, bisabuelo de mis hijos, por lo que me dijeron mis padres, nada me dijeron mis abuelos aunque podrían haberlo hecho. Y mis hijos conocen algo de su tatarabuelo por lo que les dije yo, su padre, no sus abuelos ni bisabuelos, ya que ni siquiera conocieron a los últimos. Algo parecido pasa con la Historia. Si leemos un manual de Historia, desde el historiador griego Heródoto (siglo V a.C., que bebió de la tradición oral y, también de Hecateo de Mileto -siglo VI a.C.) hasta nuestros actuales historiadores, observo que se nutren de lo que le dijeron sus padres, es decir, sus maestros, y éstos, a su vez, bebieron de sus padres/maestros, más difícilmente atendió a sus abuelos, es decir, a los maestros de sus maestros, y a sus bisabuelos, esto es, a los maestros de los maestros de sus maestros, ni tampoco a sus tatarabuelos, es decir, a los maestros de los maestros de los maestros de sus maestros. Aunque, es cierto, que lo que se denomina la consulta de las fuentes históricas parece cubrir este aspecto, porque se supone que un historiador riguroso sabe hasta arameo y puede consultar las fuentes originales para hacer la Historia. En nuestro país, la Memoria Histórica, así con mayúsculas, también es tributaria de sus vivencias o de las vivencias de los legisladores. Se acuerda de sus padres y cómo mucho de sus abuelos. Ya nadie piensa en los bisabuelos ni tampoco en los tatarabuelos porque el pesado y lento transcurrir del tiempo, como densa lava volcánica, ha borrado sus voces, que sólo conocemos por representaciones, las cuales se encargan de interpretar los historiadores.

Se dice que conocer la Historia es bueno para no repetir sus errores, pero a la vista de nuestra Historia, donde se han repetido los errores desde Atapuerca (hace 801.951 años) hasta nuestros días, recuerden aquello de «el hombre es un lobo para el hombre», parece que para organizar nuestra convivencia presente, inmediata o próxima futura, sólo atendemos a nuestras vivencias, es decir, a lo que vivimos o nos han dicho nuestros padres y abuelos. Nada que ver con el pasado alejado de nuestros bisabuelos ni tatarabuelos ni con el futuro de nuestros bisnietos o tataranietos. Por eso, tal vez, al margen de cuestiones más técnicas como la prescripción penal, tenga alguna explicación que ahora en el 2010 nosotros nos preocupemos por los llamados crímenes del franquismo (1936/1975), se haya abierto un proceso penal y pretendido exigir responsabilidades. Y, por no irse muy lejos, nos despreocupemos de los realizados a raíz de otros pronunciamientos militares que hubo en España a lo largo del S-XIX y XX. Por ejemplo, por los crímenes del absolutismo regio de Fernando VII, cuando se ahogó temporalmente en 1823 la revolución liberal que se inició con la Constitución de Cádiz de 1812, mediante la invasión de las tropas francesas conocidas como «los Cien Mil Hijos de San Luis», al mando de Luis Antonio de Borbón, duque de Angulema.

En la plaza del Ayuntamiento de Almería se erige un monumento dedicado a «Los coloraos», mártires del despotismo de 1823, que acabó con el trienio liberal de 1820 a 1823. Ese monumento fue alzado de nuevo mediante suscripción popular por el Ayuntamiento democrático en 24 agosto 1988, tras su destrucción durante la dictadura franquista en 1943. Se levanta en memoria de los que murieron por la libertad. Almería por la libertad, reza en sus inscripciones. El tributo a ellos es permanente como a los mártires de la Guerra Civil y del franquismo. Al contrario de aquél suceso, en el caso de la Dictadura franquista, como es notorio, se abrió un polémico proceso penal para «proteger a la víctimas», en el que necesariamente, al igual que en todo proceso penal, se planteó la exigencia de responsabilidades penales a los verdugos muertos, como en extraña paradoja se exigía en el proceso inquisitorial a los herejes fallecidos. Proceso, por cierto, que perduró en nuestro país desde siglo XV al XIX y del que aun quedan vestigios en nuestro ordenamiento jurídico penal. Visto lo anterior, la apertura de aquel proceso penal, me pregunto si será por nuestras vivencias. Será por nuestra conveniencia. Será por nuestra convivencia.

Jordi Soler en su novela La fiesta del oso (2009), donde relata la investigación que hace el protagonista para localizar a su tío Oriol, viejo republicano desaparecido tras la Guerra Civil, dice: «Quizá sea el momento de asumir que es un poco artero juzgar cualquier cosa a siete décadas de distancia, desde el siglo XXI, juzgar una situación que no he experimentado nunca, la de perderlo todo en una guerra, una línea que se dice fácil y que de tanto decirla ha perdido su hondura y calado». En este contexto, tal vez, habría que pensar que nuestros hijos y nietos ya tienen otras vivencias y necesitan el Derecho Penal para su convivencia y no para el ejercicio simbólico de juzgar penalmente la Historia según nuestra conveniencia por muy legítima que ésta sea. O, quizás, ¿nuestra conveniencia sea necesaria para la convivencia?, ¿se puede juzgar la Historia con el Derecho Penal? En definitiva, pregúntense ¿Quién se acordará de nosotros?, ¿Por qué, cómo y para qué? Las respuestas podrían ayudar a salir del atolladero judicial-mediático en que estamos inmersos.

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