Por Manuel-Jesús Dolz Lago. Fiscal del Tribunal Supremo.
LA INFANCIA COMO PRETEXTO
«Solo la verdad es revolucionaria» Yves Montand.
Son numerosas las noticias sobre los menores, es decir, sobre la infancia y la adolescencia. Muchas de ellas de evidente trascendencia internacional que mueven a Presidentes de Gobiernos en viajes inusuales. Recuerden el de Sarkozy al Chad con escala en España donde fue recibido por nuestro Presidente, con motivo de esa alocada acción humanitaria a favor de los niños del Chad. El 20 de noviembre de 1989, se firmó la Convención de Derechos del Niño, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas. Esta Convención tiene un amplio reconocimiento universal por todos los países firmantes de la misma. Pero, he ahí las paradojas, seguramente, es la más universalmente incumplida. Cuando Lloyd Demause (1974) decía que «la historia de la infancia es una larga pesadilla de la que hemos empezado a despertar hace muy poco», no estaba diciendo sólo una frase ingeniosa. Decía la verdad. Con ello se denunciaba la actitud de los adultos para con los menores. Una actitud, en principio, despreciativa con su condición de personas y, después, farisaica, utilizando a la infancia como pretexto. Según los informes sobre la situación mundial de la infancia emitidos por UNICEF en el año 2006, más de 10 millones de niños menores de 5 años fallecen todos los años (igual que toda la población de Seúl), 4 millones de lactantes no sobreviven al primer mes de vida, 1 de cada 6 niños sufre hambre aguda y 1 de cada 7 niños no recibe atención sanitaria, alrededor de 15 millones de niños en edad escolar están desescolarizados, son innumerables los casos donde los niños están sometidos a la explotación sexual y laboral, a la violencia doméstica, al maltrato así como son utilizados como soldados en conflictos armados. Ante esta situación ¿se puede afirmar seriamente que se protege a la infancia?. Es cierto que no hay que ser catastrofista pero tampoco puede negarse la realidad. Por otra parte, es curioso ver cómo proliferan organismos públicos y privados que proclaman su misión protectora de la infancia. Sin embargo, en muchas ocasiones, sólo tienen como misión protegerse a si mismos. Ahí están las denuncias contra importantes ONG que tenían esta misión y que, levantado el velo, se han descubierto que sólo son un tremendo tinglado montado desde ese mesianismo que suelen tener aquellos salvadores del mundo que, al fin y al cabo, sólo basan su acción en el aprovechamiento de los sentimientos altruistas para con la infancia. También ponen a la infancia como pretexto aquellos que, carentes de rigor alguno, interpretan la realidad con los anteojos de la ideología, neoconservadora o falsamente progresista, tanto da. Así, forman extraño maridaje los extremos. Ambos sólo confían en la legislación la solución de todos los problemas. Por ejemplo, en materia de responsabilidad penal del menor, enredándose en una absurda polémica sobre la edad legal a partir de la cual es exigible esta responsabilidad cuando a nadie escapa que a partir de cierta edad, que puede estar alrededor de los doce años, los niños son conscientes que matar, asesinar o violar es una maldad prohibida, bien se llame delito, pecado o como quiera que sea. Ni la Constitución ni las normas internacionales determinan una edad mínima por debajo de la cual no cabe exigir responsabilidad penal a los menores sino que dejan al legislador esta opción, siendo legítima cualquier edad que garantice la educación del menor y la defensa de la sociedad, impidiendo que el abandono de estos menores los aboque inexorablemente a la delincuencia. La infancia y los adolescentes no pueden ser los pretextos. Son el texto. Un texto que se va escribiendo cada día, a fuerza de educación y paciencia, en el seno de las familias, en las escuelas, en los lugares de trabajo. A fuerza de afectos aunque, a veces, nos sintamos en la lejanía. También entre los propios menores, en sus grupos, organizaciones o bandas, no siempre nocivas. Es un texto con un pasado de pesadilla pero con un futuro de esperanza. Y sobre todo con un presente que tiene como máximo peligro la inmadurez de los propios adultos, aquella que precisamente se les reprocha a los jóvenes. Porque ellos no pueden ser el recipiente de nuestras continúas frustraciones. Y, por qué no decirlo, también de nuestras incompetencias. Pero la infancia, que no puede ser considerada un pretexto porque es el texto, precisa de un contexto. Ese contexto lo forman todas aquellas actuaciones sociales que contribuyen a que los menores desarrollen libremente su personalidad, a que sean sujetos sociales, con sus derechos aunque no voten en las elecciones y, cuando tienen la suficiente madurez, también con sus deberes y responsabilidades. Ese contexto será el que, bien articulado y no confundiendo los distintos ámbitos de actuación sobre los menores, permitirá que se acabe, de una vez por todas, con la infancia como pretexto, que tan perjudicial como extendida se encuentra instalada en nuestra sociedad.