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(21-05-05, El Periódico)

Por Javier Pérez Royo
Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla

Las reacciones a la muerte de García-Calvo evidencian la situación patológica del Constitucional

La vida diaria del Estado Constitucional está presidida por la regla de la mayoría, de la mayoría simple. Es a través de ella como se constituye la voluntad ordinaria del Estado, tanto si esta se expresa en una norma jurídica como en una decisión política de carácter no normativo. Se trata, por tanto, de un rasgo esencial anatómico y fisiológico de todo sistema político democrático.

Ahora bien, dicha regla de la mayoría simple se ve excepcionada en determinadas ocasiones por la propia Constitución, que, para determinadas decisiones, exige mayoría cualificadas. Casi todas ellas están vinculadas, de manera directa o indirecta, con la operación de reforma de la Constitución. La mayoría simple está bien para tomar las decisiones que la gobernabilidad del país exige de manera cotidiana, pero no se estima suficiente cuando de la definición de las reglas generales del juego político se trata. En este caso, conviene que se fuerce el acuerdo entre la mayoría y la minoría y, por tanto, que se exijan mayorías cualificadas, fuertemente cualificadas.

ASÍ LO HACE la Constitución española, que exige mayorías cualificadas para su reforma y también para la designación de los magistrados del Tribunal Constitucional (TC) y los miembros del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). El constituyente de 1978 entendió que la renovación de los magistrados del TC y de los miembros del CGPJ exi- gía la misma mayoría de tres quintos en el Congreso y el Senado que se requiere para la reforma ordinaria de la Constitución por la vía del artículo 167.

El TC es el máximo intérprete de la Carta Magna. El CGPJ es el órgano de gobierno de dicho poder, en el que descansa la interpretación del ordenamiento jurí- dico en su conjunto. Sus miembros no deben ser resultado de la voluntad exclusiva de la mayoría parlamentaria, sino que tienen que ser acordados entre la mayoría y la minoría como si de una operación de naturaleza materialmente constitucional se tratara. A través de la renovación periódica de los magistrados del TC y de los miembros del CGPJ debería hacerse visible ante los ciudadanos la renovación de la fórmula de convivencia que se adoptó en el pacto constituyente.

En la economía de la Constitución española de 1978, la renovación del TC y del CGPJ ocupaba y ocupa un lugar muy destacado. Se trataba y se trata de hacer visible el común denominador sobre el que se sustenta la confrontación entre mayorías y minorías. La lógica del TC y del CGPJ no puede estar desligada de la lógica parlamentaria y de ahí que los magistrados de ambos órganos deban ser elegidos por las Cámaras, pero su lógica no puede reducirse a la lógica parlamentaria, sino que tiene que ser distinta.

En el CGPJ no se ha logrado casi nunca. El órgano no ha funcionado prácticamente nunca de conformidad con lo que la Constitución preveía. En el TC sí se consiguió que el órgano funcionara de manera apropiada durante los casi primeros 15 años de vida de la institución, pero no después. A partir de 1993 el clima político que presidió la pugna parlamentaria se trasladó a la composición del TC, lo que contaminó su tarea y lo desvió de lo que debería haber sido el ejercicio de su función de jurisdicción constitucional.

Esta desviación ha ido progresivamente a más, hasta alcanzar su momento culminante en esta pasada legislatura con ocasión de la impugnación ante el TC de la reforma del Estatuto de Autonomía para Catalunya. Lo que ha ocurrido en el interior del TC en la tramitación de los diversos recursos de anticonstitucionalidad de dicho estatuto ha sido de una obscenidad difícilmente superable. Si alguien hubiera pronosticado que podría haber operaciones, como las que ha habido, para conseguir una mayoría que declarara anticonstitucional la reforma estatutaria catalana, habríamos pensado que había perdido el juicio. Y, sin embargo, tales operaciones se han producido.

Y en ellas ha tenido un papel muy destacado Roberto García-Calvo, el magistrado que falleció el pasado domingo. Ha sido uno de los magistrados más agresivos en hacer suya la agenda política del PP en la pasada legislatura y ha sido uno de los protagonistas principales de todas las escaramuzas, alguna de ellas esperpénticas, que se han vivido en el TC.

ESTA ES la razón de que, tras su fallecimiento, no se esté hablando apenas de lo que ha sido su trayectoria profesional y su aportación como juez a la interpretación de la Constitución, sino que solo se hable del equilibrio de fuerzas en el TC y de las perspectivas que se abren para la declaración o no de anticonstitucionalidad del Estatut de Catalunya.

Es penoso que así sea, pero es así. La reacción que está habiendo tras la muerte de García Calvo ejemplifica la situación patológica en que se encuentra el TC y lo desviado que está en el ejercicio de esta tarea de lo que se previó en el pacto constituyente. Todo lo que ha girado en torno al ejercicio de la función jurisdiccional del magistrado recientemente fallecido ha sido de una esterilidad constitucional sobrecogedora. Quiero confiar en que, tras su muerte, se abra un periodo de reflexión y se recupere el sentido originario de lo que la Justicia Constitucional debe ser.

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