Acabamos de pasar un verano aciago para la violencia de género. El número de mujeres asesinadas se ha incrementado en una escalada funesta, hasta el punto de llegar a haber hasta cuatro muertes en poco más de 48 horas, y ya alcanzamos una media anual que supera la de una víctima mortal por semana.
Al mismo tiempo, la ONU ha hecho una declaración de condena a nuestro país por el caso de un padre que acabó con la vida de su hija menor cuando estaba disfrutando del régimen de visitas, que no le había sido restringido a pesar de estar incurso en varios procedimientos por maltrato a la madre de la menor. Aunque en este caso, justo es reconocer que los hechos a que se refiere sucedieron antes de la entrada en vigor de la Ley integral contra la Violencia de género (LO 1/2004), y que la situación actual es, aunque mejorable, radicalmente distinta.
Pero lo que está claro es que, a la vista de los resultados, algo, o mucho más que algo, ha fallado. Y es tiempo de abordarlo, para tratar de evitar que tan horrendos resultados sigan repitiéndose en una espiral sin fin. Sin que sean suficientes anuncios sobre inminentes reformas legislativas que, como en la mayoría de casos, tan solo inciden en el aspecto punitivo de la cuestión por la vía de modificaciones express del Código Penal, que olvidan el carácter de ultima ratio propio del Derecho Penal.
De otra parte, aunque recientemente se ha aprobado el Estatuto de Víctimas, tampoco podemos perder de vista que ello responde a compromisos internacionales y, sobre todo, que este tipo de medidas quedan en disposiciones meramente programáticas si no vienen acompañadas de los medios personales y materiales necesarios para su desarrollo.
Por eso, urge preguntarse si hemos bajado la guardia como ciudadanos y como sociedad. E ir más allá, y preguntarnos si la hemos bajado en nuestra labor como fiscales, y si hemos percibido otro tanto entre la judicatura.
En cuanto a la sociedad, hay que reconocer con honestidad que, poco a poco, ha venido disminuyendo la sensibilidad respecto a estos temas. Que, por un proceso en parte consustancial al ser humano, nos hemos ido acostumbrando a escuchar este tipo de noticias hasta el punto de que no nos afecten, o que no lo hagan tanto como antes. Como si fuera algo inevitable y nos hubiéramos resignado a ello. Y sólo se vuelve a reaccionar cuando el mazazo nos da en plenas narices, y asesinan a una mujer de nuestra ciudad o de nuestro pueblo. Y hasta en esto se nota, porque cada vez se restringen más esos minutos de silencio multitudinarios de antaño y quedan limitados al Ayuntamiento al que pertenecía la víctima. Y otro tanto cabe decir de las redes sociales, imperio de la inmediatez como ningún otro. Y aunque a cada muerte suele suceder un rosario de manifestaciones de repulsa, cada vez son menos, y, sobre, todo, cada vez es menor su duración y su impacto, y basta con cualquier otro acontecimiento, por baladí que sea, que distraiga la atención, para que desaparezcan la mayoría de estas manifestaciones.
Pero la culpa no es sólo del ciudadano, Los poderes públicos tienen una importante cuota de responsabilidad por el descenso de las campañas de sensibilización, por la reducción de los recursos destinados a asistir a las víctimas, y por una actitud que ha dejado de ser tan beligerante como debiera. Sin que hayan sido capaces de percibir que el cacareado descenso de las denuncias no correspondía a un descenso real del fenómeno, sino a una disminución de las posibilidades de denunciar. Y por ello es por lo que, precisamente, ese descenso en el número de denuncias no se ha correspondido con un descenso correlativo del número de muertes, sino más bien lo contrario. Y eso no puede ser interpretado de otro modo que como un paso atrás. Lo que viene corroborado, sin duda alguna, por el hecho objetivo de que la gran mayoría de las víctimas mortales no habían denunciado jamás.
Otro de los puntos clave viene dado, a mi juicio, por la actitud de los medios de comunicación. La prensa, que desde hace mucho tiempo había devenido en uno de los bastiones de la lucha contra la violencia de género, también parece haberse relajado en este punto. Y al margen de las informaciones puntuales sobre cada uno de los casos y la ya obligatoria referencia al 016, cada vez parece tener menos interés en presentar otros aspectos que se habían forjado como buenas prácticas, tales como incidir en la necesidad de denuncia, contar experiencias positivas en la lucha contra este mal o dar a conocer las pautas o posibilidades de ayuda para las mujeres que sufren maltrato. Pero las exigencias de una actividad que tiene la doble vertiente de negocio y de función social hacen inevitable que a veces prime el primero sobre la segunda.
Pero ¿y nosotros? ¿También hemos bajado la guardia? La respuesta no es fácil, pero sería hipócrita negarlo sin más. Porque también debemos asumir nuestra cuota de responsabilidad cuando todo ha fallado de un modo tan estrepitoso. Es cierto que, con la entrada en vigor de la Ley Integral, se desplegó un esfuerzo titánico en especialización y en medios personales. Se creó la Fiscalía de Sala de Violencia de Género, se crearon las secciones especiales en todas las fiscalías y se realizó una apuesta en materia de formación como pocas veces se había hecho. Pero a día de hoy, la verdad es que da un poco la sensación de que hemos perdido fuelle, de que nos hemos quedado a mitad de un camino que se empezó a recorrer con energía. Y, por ejemplo, cada vez son menos los cursos para fiscales en esta materia, más allá de los encuentros anuales de delegados, y parece decrecer la motivación en esta materia-
De otra parte, el parón radical en la creación de juzgados ha congelado toda iniciativa de culminar el iniciado proceso de especialización. Y siguen existiendo los juzgados mixtos en que la supuesta especialización consistió en un mero añadido de esas funciones sobre las ya existentes. Lo que se hace extensivo a los fiscales que despachan los mismos, con todos los inconvenientes que conllevan. Y sigue habiendo ciudades donde los Juzgados de lo Penal carecen de especialización y las Salas no tienen otra que la expresa asignación de los asuntos en esta materia, sin que hayan exigido ni acreditado sus miembros nada en este sentido. Y tampoco hay guardias de violencia de género en gran parte de los partidos judiciales, y donde las hay, son pésimamente retribuidas o, al menos, lo son siempre en mucha menor cuantía que las de los compañeros de Instrucción. Como si se tratara de una jurisdicción de segunda división, como todavía parecen pensar algunos.
Y a eso se une -¿por qué no admitirlo?- una cierta prevención o desdén por parte de compañeros que despachan otro tipo de asuntos hacia quienes nos dedicamos a tan delicada materia. Más de una vez he oído eso de que esto es algo muy sencillo, porque sólo usamos un par de artículos del Código Penal, o que se trabaja menos, o que no nos llevamos trabajo a casa. Como si tuviéramos que justificarnos o demostrar algo que no se exige a los demás. Y no se trata de una impresión mía, que me consta que es algo que han percibido otros compañeros que navegan en el mismo barco.
Y luego, siempre pendiendo sobre nuestras cabezas, está la sombra de las supuestas denuncias falsas que, por más que se demuestre que son numéricamente anecdóticas, no deja de cernir su sombra sobre esta jurisdicción, alentadas por algún sector interesado en hacerlas valer como una realidad alarmante.
La ley integral, después de casi diez años de su entrada en vigor, sigue siendo una buena ley. Mejorable, desde luego, sobre todo en determinados aspectos penales cuya técnica jurídica no es tan exquisita como sería deseable, pero buena. Y todavía lo sería mejor si dejara de hipertrofiarse la parte penal en detrimento de una casi total atrofia de otras partes de la misma, tan importantes como la vertiente social, educativa o de prevención. Para que el derecho penal tuviera de verdad ese carácter de última ratio que le corresponde.
En definitiva, es más que posible que nuestra Ley integral, después de una década, necesite una buena capa de chapa y pintura para dejarla lustrosa y realmente útil. Pero es posible también que a nosotros también nos venga bien esa capa de chapa y pintura. Para que nuestro trabajo sea lustroso y realmente útil. Porque las víctimas lo merecen.
SUSANA GISBERT GRIFO
Fiscal
(Fiscalía Provincial de Valencia)