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GONZALO FRANCISCO CIENFUEGOS BUENOYo no soy de este mundo ni conozco a nadie. No es fácil escribir de una persona que encarnó como pocos este enigmático cante por seguiriya, y es que Gonzalo nos dejó como vino, de puntillas, sin hacer ruido, no queriendo molestar. Aunque Badajoz era su tierra natal y allí estaba su familia -su padre había sido magistrado: hombre culto, con raíces familiares que lo unían al egabrense Juan Valera y amigo de personajes como Cela, de él heredó ciertamente el gusto por la literatura y el espíritu viajero-, jamás ejerció en Extremadura la profesión. Juez y Fiscal a un tiempo, tal vez ni lo uno ni lo otro pues tenía un espíritu libre difícil de encasillar, dejó pronto la primera carrera –juez de primera instancia en Osuna- para integrarse en la Fiscalía de Sevilla a principios de los noventa, desde donde concursó a Marbella. En ambas ciudades tuvo una vida intensa y de las dos marchó a Barcelona en busca probablemente del manantial de agua que llenara el pozo que a todos nos parte el alma, y que por allí no encontró. Tan desconocido era su andar que el Jefe lo tildó de “andaluz de los serios” (nunca un tópico fue más desacertado), pues ni hablaba de su vida ni del trabajo, aunque quienes compartimos despacho con él sabíamos de su fina inteligencia, su vasta cultura, una habilidad poco común para resolver cualquier problema jurídico y de su certera palabra, que en muchos casos rayaba en el cinismo, dotes que le permitían intervenir con solvencia en cualquier conversación. La palabra era un don, pero no la impersonal de un informe en sala o la escrita en tercera persona, sino la tertuliana y de café, la que sale a botepronto, la que se vierte a borbotones cuando la conversación se acalora. Bajo una humareda deDucados era irónico, mordaz, irrespetuoso, procaz, pero también ingenioso, veraz, nítido, delicado, preciso; veloz y punzante como látigo, quería dar una imagen de rebelde para ocultar su gran corazón, delicado y sensible, aunque vano era su intento pues bajo esa aspereza verbal emergía el niño que llevaba dentro, inocente, tímido, inseguro. Nunca hipócrita ni falso o impostado, siempre de frente, por derecho ¡auténtico! aunque la verdad fuera una pedrada.

Su mirada triste -esa seriedad que decía José María Mena-, la enjuta figura, el oscuro aliño indumentario, hablaban a las claras de su búsqueda del tiempo perdido, de la huída de lo cotidiano, de la monotonía de un día tras otro, todos aparentemente iguales, en una palabra, del hartazgo por tantas cosas que lo llevaron a apurar las heces de un cáliz que bebió de un solo trago. Precisamente por eso raramente se dejaba ver fuera del trabajo y era tan celoso con su vida que incluso tenía domiciliada la correspondencia en la Fiscalía, de modo que pocos sabían incluso dónde vivía. Eso sí, le agradaba estar entre compañeros y en el trabajo se sentía como un chiquillo en la escuela; tal vez por eso se enroló en la UPF, por compartir ideas, ocios y proyectos fuera de las horas de trabajo, para arraigarse.

Por encima de todo y haciendo honor a su apellido, fue un hombre bueno en el buen sentido de la palabra, tal como la empleara su poeta amado. Sus últimos días fueron terribles, pero aún tuvo la gallardía de levantarse con paso firme, dejando ver cuáles eran sus convicciones bajo una humanidad ya maltrecha. Y se fue como vino, sin hacer ruido, en un solitario mes de agosto del más solitario año de su vida, tras tirar de baja en baja en un truculento juego de la oca cuyo final conocía de antemano. Tal vez en esa soledad encontró la verdad que encierra la máxima ciceroniana: nunquam minus solus quam cum solus (nunca se está menos solo que cuando se está solo [De Officiis III, 1]). Sit tibi terra levis!

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