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Me pareció más fácil esta mañana, cuando me he comprometido a escribir sobre Miguel Benito, que ahora, cuando con la pantalla en blanco intento llenar con letras el vacío.

Me toca pues contaros que  en la madrugada del día 9 de febrero Miguel Benito murió, de esa forma tan discreta y personal, como siempre hacia todo. En su entierro, la oportunidad de saber que recibió de Instituciones ajenas a la Justicia una condecoración por su trabajo profesional en la persecución del fraude de subvenciones a la producción del aceite de oliva: quienes le conocieron fuera de esta casa supieron reconocer la dedicación absoluta al trabajo, su brillante minuciosidad. Dentro de la casa ni siquiera supimos de ese reconocimiento: ¡cosas de Miguel!

También la oportunidad de seguir aprendiendo de él: historias de Magistrados como Jose Manuel de Paúl, contando aquel juicio que sigue recordando como el mejor informe de un Fiscal que recuerda: dos horas brillantes en las que la atención no se le fue ni un instante. Yo ni siquiera conocía de qué caso me hablaba, uno ciertamente curioso con un acusado que se autoinculpaba para proteger a su padre de un homicidio, pero cuando me contaba esta mañana aquel juicio, yo veía a Miguel, mirando al testigo por encima de las gafas con su mirada brillante y aguda, al borde de lograr esa  verdad.

O las de los compañeros que me han escrito o llamado recordando su aprendizaje con el, ya sea como preparador, compañero o  visador,   como coordinador de la Sección Territorial de Osuna, cuando entonces no era ni Sección ni nada, tan solo un proyecto que cuajó con el y a su forma de entender la profesión. Curioso que aquella tarea impuesta por el Jefe a él y a su compañero de despacho, como una coordinación con destierro, permitiera desarrollar a uno y otro, cada uno a su manera, escuela, reforzando su autoridad profesional de forma indiscutible.

Siempre estuvo a las duras y a las maduras, que las tuvimos en esta Fiscalía, dando la cara ya de forma personal o como fiscal de la  UPF, ejerciendo de pepito grillo  y siempre con esa chispa juvenil porque no había nada que escapase a su interés.

Cuando se acaba la vida laboral queda un pequeño expediente personal en el que apenas hay constancia del trabajo realizado, ese para el que no había tiempo suficiente para dedicarle. Ir a juicio con su trabajo siempre ha sido una lección de cómo se debe trabajar. Ir a su despacho a preguntarle siempre ha supuesto encontrar su atención y respuesta comprometidas, generoso con su tiempo y vehemente en la discusión, porque a todo le daba su importancia.

Yo ya he elegido la imagen con la que me quiero quedar, con sus ray ban verdes, en aquella fiesta de compañeros, que no de jubilación, en la que nos invitó a todos a ir a Fregenal, y allá nos fuimos compañeros de las fiscalías andaluzas a compartir su paraíso, a comer migas, pasteles y jamón bajo un sol que tiñe de brillos dorados el recuerdo.

Así puso el broche a tantos años de trabajo, incluso dos más de rondón porque se ofreció a no dejarme, recién nombrada Jefa con un regalo envenenado: abordar el nuevo juicio tras la anulación del caso Ollero. Y allí siguió él con aquel procedimiento en el que  tantas horas de trabajo había echado, y que pese a su denodado trabajo no pudo llegar a su fin porque se inició torcido. Consiguió cumplir con su propósito de  sellar una retahíla de más de una decena de causas de miles de folios cada una, sobre fraude en subvenciones comunitarias a la producción de aceite, que nadie en ninguna provincia andaluza salvo él, le supo o quiso hincar el diente. La generosa oferta de su tiempo le brindó un precioso regalo: acabar como Fiscal del Tribunal Supremo con sede en Fregenal, donde fraguó algunas de esas calificaciones que todavía con su minuciosa letra, nos esperan en los estantes.

Mil besos.

María José Segarra.

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