EL PAIS – OPINIÓN
Miércoles
18 agosto
1999 – Nº 1202 (copia literal de la edición del diario EL PAIS)
NECESIDAD DE REFORMAS
Los últimos hechos acontecidos y la alarma suscitada por la actuación de la Fiscalía de la Audiencia Nacional en el proceso contra Augusto Pinochet y otros no ha hecho más que poner de manifiesto nuevamente la necesidad de realizar una reforma del Estatuto del Ministerio Fiscal en lo referente al nombramiento y cese del fiscal general, a fin de potenciar la independencia de la institución respecto del Ejecutivo que lo elige.
Este planteamiento ha sido asumido por el Pleno del Congreso de los Diputados, que en sesión celebrada el 27 de mayo de 1997 aprobó una moción propugnando una reforma del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal (EOMF) «para el reforzamiento de su independencia e imparcialidad» mediante un mayor control parlamentario tanto en el proceso de designación y cese del fiscal general del Estado como respecto de su actuación en el cargo.
El modelo actual diseñado por el legislador constituyente y desarrollado por el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal de 30 de diciembre de 1981 configura un fiscal sujeto a los principios de unidad de actuación y dependencia jerárquica, necesarios sin duda para una interpretación y aplicación uniforme de las normas, pero con sujeción en todo caso, según señala la propia Constitución, a los principios de legalidad e imparcialidad, quedando claro que la jerarquización de la institución cumple su función y actúa dentro de la misma, tratándose, por tanto, de una jerarquización interna, ocupando la cúspide de la referida pirámide el fiscal general del Estado, que goza de independencia respecto de los demás poderes del Estado; entre ellos, el poder ejecutivo.
En el diseño constitucional del ministerio fiscal, el Gobierno, pese a lo que la opinión pública y algunos altos cargos de la Administración creen, no puede ordenar ningún tipo de actuación al fiscal general, pues, insistimos, no existe dependencia entre las dos instituciones. Lo que está previsto legalmente es que el Gobierno, a quien compete el diseño de la política criminal, pueda interesar del fiscal general del Estado que promueva ante los tribunales las actuaciones pertinentes en orden a la defensa del interés público (artículo 8,1 EOMF), correspondiendo al fiscal general, oída la Junta de Fiscales de Sala del Tribunal Supremo, resolver sobre la viabilidad o procedencia de las actuaciones interesadas, exponiendo de forma razonada al Gobierno su resolución.
En la vida política, la apariencia de las cosas prima a menudo sobre la realidad, y en este sentido, que el fiscal general del Estado sea elegido y cesado por el Gobierno da una apariencia de dependencia del fiscal general del Estado respecto del Ejecutivo, contribuyendo a un progresivo y evidente descrédito público de una institución esencial en un Estado democrático. La experiencia demuestra que los diferentes Gobiernos han primado en muchos casos, en la elección de la persona a ocupar el cargo, la afinidad a unas ideas políticas o la fidelidad personal por encima de criterios de capacidad, idoneidad e independencia. Este problema se agudiza cuando la actuación de algunos fiscales generales del pasado, y muy especialmente la desarrollada por el actual en asuntos que resultan de especial interés para el Gobierno, supera el nivel de las meras apariencias, siendo percibida su actuación por la sociedad como una clara alineación con las posiciones del Gobierno.
Si esta imagen de dependencia nace de su designación y cese por el Gobierno, el actual fiscal general del Estado, con su actuación, ha contribuido a acentuarla, acometiendo lo que, a mi juicio, es el mayor ataque acaecido hasta la fecha al modelo de fiscal dibujado por la Constitución y el Estatuto, ascendiendo a la categoría de fiscal de sala y proponiendo fiscal jefe de la Audiencia Nacional a Eduardo Fungairiño, pese a la oposición unánime de los demás miembros del Consejo Fiscal.
No creo necesario incidir en la relevancia del puesto de fiscal jefe ante la Audiencia Nacional, destinado a dirigir una fiscalía encargada de llevar los asuntos de mayor relevancia social y peso económico, terrorismo, los procesos derivados de la conocida como «guerra sucia», así como las causas iniciadas para la persecución de los delitos cometidos por las dictaduras del Cono Sur, que, contrariamente a lo sucedido tras el nombramiento de Eduardo Fungairiño, se tramitaban con el apoyo de la fiscalía.
A nadie se le escapa tampoco la importancia futura que este órgano está destinado a desempeñar en la ejecución de los posibles acuerdos que se produzcan en el actual proceso de paz en el País Vasco y en el que necesariamente habrá que buscar ingeniosas soluciones para solventar problemas suscitados por la rígida aplicación de la ley.
Pero, aparte de la importancia del cargo y la trascendencia de que lo ocupe uno u otro fiscal, este nombramiento creó un grave precedente, ya que permite al fiscal general la designación con total libertad de los fiscales de sala del Tribunal Supremo, integrantes todos ellos de la Junta de Fiscales de Sala del Tribunal Supremo, órgano de la institución del ministerio fiscal de gran importancia, ya que el EOMF le atribuye la asistencia al fiscal general en materia doctrinal y técnica, en orden a la formación de criterios unitarios de interpretación y actuación legal, la resolución de consultas, elaboración de memorias y circulares, preparación de proyectos e informes… Parece evidente que mal se puede hablar de independencia del Ejecutivo cuando tanto el fiscal general del Estado como su órgano asesor en materia doctrinal y técnica, y que tiene atribuida la función de informar al fiscal general sobre la viabilidad o procedencia de las comunicaciones elevadas por el Gobierno, puede ser designado por el Gobierno sin ningún impedimento. Difícilmente es concebible que un ministerio fiscal dependiente del poder ejecutivo pueda asumir la defensa de los derechos de los ciudadanos, de los intereses públicos o intereses sociales desde una perspectiva de imparcialidad.
La designación de Eduardo Fungairiño como fiscal jefe de la Audiencia Nacional -que fue contestada por toda la carrera fiscal-, los nombramientos dentro de dicha fiscalía, el apoyo a la insubordinación de ciertos fiscales de la Audiencia Nacional contra el anterior fiscal jefe, José Aranda, y el injustificado cese de este último no pueden ser entendidos sin constatar la relevancia política que tienen algunas de las actuaciones que se tramitan ante la Audiencia Nacional y el interés y sensibilidad del Gobierno respecto de dichos procesos, como el caso Sogecable, caso Pinochet, procesos de terrorismo o respecto del entorno económico de ETA, etcétera. Así, en el proceso contra Augusto Pinochet, pese a las recientes afirmaciones del fiscal general a favor de que se juzgue al dictador chileno por los graves delitos que hubiere cometido, y las reiteradas declaraciones del Gobierno español en el sentido de señalar que adopta una actitud neutral, respetuosa con la actuación de los tribunales de justicia, son notorios los problemas de tipo económico y diplomático que reporta este proceso y que en definitiva al Gobierno le satisfaría buscar algún tipo de solución que evite que Augusto Pinochet sea extraditado y juzgado en España.
La Unión Progresista de Fiscales, que en su día inició este proceso, ha criticado duramente la actuación de la Fiscalía de la Audiencia Nacional a lo largo de las actuaciones, denunciando cómo ha puesto todas las trabas procesales posibles para su continuación, incluso tras haber resuelto el pleno de la Audiencia Nacional la competencia de los tribunales españoles para conocer de los delitos imputados a Augusto Pinochet. La responsabilidad, aparte de en los concretos fiscales que han tenido intervención de la causa, recae en el fiscal jefe de la Audiencia Nacional, Eduardo Fungairiño, si bien entendemos que la máxima responsabilidad y, por tanto, quien es acreedor de la mayor crítica es el fiscal general del Estado que designó al citado fiscal jefe y que no ha adoptado, durante los más de dos años en el cargo, ningún tipo de medidas para corregir tan irregular actuación e incluso en diversas ocasiones, cuando la opinión pública se ha visto sobresaltada por la actuación de estos fiscales en el citado proceso, la ha defendido públicamente. Este hecho resulta especialmente destacable y contrasta con la inexistente respuesta institucional por parte del fiscal general, más allá de unas tibias, tímidas y tardías declaraciones en defensa de la profesional actuación de los fiscales de la Fiscalía Anticorrupción Carlos Jiménez Villarejo y Carlos Castresana cuando eran injustamente insultados, vilipendiados y amenazados por su actuación en los conocidos como caso Gil o caso Marbella, en los que no han hecho más que cumplir estrictamente con su obligación de promover la acción de la justicia, actuando con sujeción a los principios de imparcialidad y legalidad.
Nuestra asociación y la mayor parte de los miembros de la carrera fiscal, como quedó expuesto en el Libro Blanco del ministerio fiscal aprobado por el Consejo Fiscal en mayo de 1995, nos pronunciamos en favor del modelo de fiscal parlamentario, designado y cesado por las Cortes Generales, lo cual garantizaría la independencia de la institución. Sin embargo, reconociendo que esta postura, ya defendida por Justicia Democrática en el momento de redactarse la Constitución, resulta poco viable en la actualidad, pues exigiría una reforma constitucional, creemos necesario al menos que se reforme el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal restableciendo las funciones del Consejo Fiscal en orden al nombramiento de los fiscales de sala del Tribunal Supremo y estableciendo una serie de requisitos y controles que blinden la independencia del fiscal general respecto del Ejecutivo. Esto podría conseguirse obligando a un examen por parte de las Cortes Generales de la idoneidad del candidato propuesto por el Gobierno, un control parlamentario de su actuación en el cargo, la fijación de un plazo determinado de duración en el puesto y la fijación de un listado de causas regladas de cese, reformas concordantes en líneas generales con las apuntadas en la moción aprobada por el Congreso.
Sólo queda pedir a todos los grupos políticos que exijan el cumplimiento de lo acordado en la citada moción aprobada por el Congreso, ya que sólo un fiscal general del Estado que goce de la suficiente independencia del Gobierno puede evitarnos el sonrojo que sufrimos periódicamente por su actuación y estará en condiciones de cumplir eficazmente su misión constitucional de promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley, así como velar por la independencia de los tribunales y procurar ante éstos la satisfacción del interés social.
Adrián Salazar Larracoechea es presidente de la Unión Progresista de Fiscales.